sábado, 29 de junio de 2019

NATIVOS DIGITALES



Si los expertos aún no se han puesto de acuerdo para admitir la existencia de los nativos digitales, desde que M. Prensky acuñara este término en 2001, lo cierto es que hay quienes hablan digital todos los días y pasan la mayor parte de sus vidas en la maraña de Internet. De alguna manera, todos somos conscientes de que nos comportamos de un modo diferente en el ciberespacio y de que la lengua que usamos cuando estamos conectados a la Red es distinta de la que aprendimos de nuestros padres y en la escuela. Esta conciencia de la identidad digital se detecta en las expresiones que usan los internautas para construir sus perfiles el ciberespacio, al hablar de quiénes son y qué hacen cuando comunican por ordenador o por el teléfono móvil.  
Basta navegar un poco por Twitter, por ejemplo, para encontrar numerosos ejemplos de individuos y asociaciones que expresan explícitamente su pertenencia a la tribu de los nativos digitales, para quienes las pantallas son un territorio no sólo por el que navegar, sino donde vivir con los cinco sentidos. 
Las posturas parecen oscilar entre aquellos que consideran lo digital como un rasgo esencial y los que lo tratan como una competencia adquirida. En el primer caso, ser nativo digital no solo consiste en saber usar las tecnologías de la información y, sobre todo, saber hablar de ellas, sino pasar la mayor parte del tiempo conectado a Internet, hasta el punto de identificarse con la máquina. “La mayor parte del tiempo soy un [ro]bot”, afirma @NativoDigital. 
En el segundo caso, ser nativo digital se entiende, en cambio, como una competencia profesional añadida, en cierto modo sinónimo de Techie (apasionado por la tecnología) y de Tech-savvy (conocedor de la tecnología moderna, especialmente de los ordenadores).
Unos y otros, en cualquier caso, tienen destacan el rasgo colectivo de la identidad digital, que afecta incluso al propio concepto de individuo. Así, un nativo digital se reconoce no solo como parte de una colectividad, sino como alguien que puede llegar a ser, él mismo, cientos de seres en el ciberespacio. Además, la propiedad de lo digital se extiende a todas las facetas de lo humano, de ahí que hoy se pueda hablar de sociedad digital, ciudad digital, cultura digital e incluso de cafés digitales. 
Lo digital parece abarcar, según esto, toda aquella actividad humana que se desarrolla en el ciberespacio. Para entender bien este fenómeno, es preciso tener en cuenta que la interacción con la máquina es compleja, pues la máquina no es solo un objeto mediador que posibilita la búsqueda de información y la comunicación a distancia entre individuos, sino que es también fuente de nuevos reales (la realidad virtual y el ciberespacio). Además, la máquina puede funcionar como interlocutora (Siri, Cortana, Alexa), colaborando en la realización de tareas solicitadas por el hablante digital. 
En definitiva, comunicar a través de internet implica “utilizar” las máquinas más que simplemente usarlas. En efecto, la familiaridad actual con las máquinas no es sinónimo de apropiación real de las competencias digitales. Y así hay, por un lado, digitales expertos y,  por otro,  usuarios que navegan por la Red frecuentemente, pero en un espectro muy limitado y con un grado de autonomía relativa debido a su escasa cultura digital.  
Dicho de otro modo, la identidad digital implica no solo vivir e interactuar en un entorno tecnologizado sino también poseer una cultura digital y una formación adecuada en comunicación digital, las cuales dependen principalmente de factores socioculturales y económicos. Pero ¿acaso todos los hablantes de cualquier lengua, por el simple hecho de ser nativos en esa lengua, conocen y saben aprovechar las potencialidades de su lengua al mismo nivel? En realidad, en cualquier lengua que consideremos, la cuestión identitaria implica más un sentimiento de pertenencia a un grupo, en el plano social y afectivo, que la posesión de un nivel de maestría, que se adquiere a través de la experiencia y del estudio.
Con la generalización de Internet y a medida que ha evolucionado el concepto mismo de información, la comunicación digital ha demostrado su capacidad para transformar las prácticas lingüísticas y construir una nueva red de relaciones entre códigos, nuevas significaciones sociales, nuevas metáforas y nuevos mitos (Musso, 2008), hasta el punto, en fin, de dar lugar a lo que hoy conocemos como una cultura “característica de Internet”, con su propio patrimonio, y sus “posibilidades inéditas de experimentación de la identidad”, tal como reconoce la Unesco en su informe mundial Hacia una cultura del conocimiento  de 2005. 
Esta cibercultura ya no es una mera masa de información, sino una amalgama de conocimientos adquiridos, de tecnoimaginario (Balandier, 1985) y de una memoria que se fabrica día a día con los discursos producidos y encontrados en la red, a lo que se añade un saber hacer informático, mediático, personal, relacional y profesional. 
La cibercultura configura nuestro estilo de vida contemporáneo, nuestras organizaciones personales, familiares o profesionales, dentro y fuera de la red, en un gran proceso de “conversión digital” (Doueihi, 2008), determinando nuestra relación con nosotros mismos, con el tiempo, con el territorio y con la sociedad.  
Según esto, lejos de servir simplemente para el almacenamiento e intercambio de datos, la comunicación digital tiene ante todo una función social, cultural e incluso civilizacional, sirviendo a la construcción de un nuevo humanismo digital (Doueihi, 2011). 
Por otra parte, cabe también esperar en este concepto de cibercultura la existencia de una multiculturalidad, ligada a una diversidad de comunidades o tribus digitales: piratas, ciberpunks, anonymous, geeks, nerds, etc., cada una con sus propios sistemas de signos y de relaciones, con sus propios ritos de interacción, de admisión y de expulsión, con sus propios relatos, leyendas y mitos, así como cabe esperar la posibilidad de relaciones interculturales entre distintas culturas digitales y de estas con otras culturas anteriores y contemporáneas.
Y así, en tal estado de cosas, la conciencia de la identidad digital no parece tener ya nada que ver con el uso de un sistema lingüístico y cultural concreto, sino con la totalidad de los discursos posibles en el entorno del ciberespacio. 
La conciencia digital existe desde que admitimos la existencia de la (inter-)acción digital, y se consolida cada vez que el hablante digital mira retrospectivamente a su producción digital, comprendiendo su participación en una nueva Historia siempre en construcción en el ciberespacio, con un pasado reciente y con un horizonte lejano. 
Y por lo que respecta a la lengua digital, pese a sus prácticas más o menos diferenciadas, no hay duda de que esta comparte con las lenguas predigitales, además de sus códigos normalizados, el hecho de otorgar al hablante un espacio y un tiempo, y comporta, como ellas, un poder, un saber, una memoria, lazos sociales y prosperidad económica (Scardigli, 1992), de ahí la importancia de la enseñanza y el aprendizaje digital. 
Sabemos que la enseñanza/aprendizaje de lo digital está ligada a políticas públicas de educación que, a su vez, están determinadas por las representaciones de la tecnología en la sociedad. Hasta el momento, esta educación se ha centrado principalmente en el aspecto utilitarista de la máquina, como recurso o complemento para la docencia, con objetivos profesionalizantes, pero no propiamente en su dimensión identitaria, social y cultural. Parte de este problema está en la forma en que se ha asignado la inversión: la mayor parte de las financiaciones ha sido en infraestructura y en hardware, significativamente menos en la formación de profesores, persiguiendo unos objetivos a la vez consumistas y de conocimiento más que unos propósitos sociales.
Personalmente pienso que la educación digital debería, en adelante, estar destinada no tanto a enseñar a “usar” la máquina como a mejorar la utilización de esta, es decir, a enseñar la lengua digital y los comportamientos lingüísticos digitales con vistas a mejorar las competencias comunicativas de los internautas. Esto permitiría, a mi entender, a la vez reducir la brecha digital, entendida ésta como desigualdad en el uso de las potencialidades ofrecidas por las máquinas y en el acceso a la información (según las personas, las comunidades o los países) y mejorar la eficiencia de la construcción de las relaciones sociales en el ciberespacio. 

Juan Manuel López Muñoz

[Este texto es una versión abreviada de mi artículo “Identidad y lengua en el ciberespacio: ¿existe una conciencia lingüística digital?” publicado en la revista Gragoatá v. 24, nº 48, 2019 de la Universidad Federal de Río de Janeiro]

Referencias bibliográficas

Balandier, Georges : Poder y modernidad: el desvío antropológico (Júcar, 1998,  trad. del original Le Détour: Pouvoir et modernité. Fayard, 1985)
Doueihi, Milad : La gran conversión digital (Fondo de Cultura Económica, 2010; trad. del original La grande conversion numérique. Seuil, 2008).
Doueihi, Milad : Pour un humanisme numérique (Seuil, 2011).
Musso, Pierre : “La révolution numérique: techniques et mythologies”. La Pensée, n. 355, pp.103-120, 2008.

Scardigli, Victor : Les sens de la technique (PUF, 1992)

sábado, 18 de mayo de 2019

EL GALLINERO


ADELANTE



Los hombres y las mujeres no somos ríos y podemos volver hacia atrás. Podemos preguntarnos hacia dónde queremos ir, independientemente de hacia dónde las aguas nos llevan. No digo que sea fácil navegar a contracorriente, pero entiendo que es posible, individualmente y como grupo.
Avanzar a contracorriente es, por ejemplo, intentar reformar la economía de la ciudad de manera que pueda funcionar con menos producción industrial, sustituyendo nuestros hábitos consumistas por otros más responsables, más sostenibles.
Podemos revisar lo que habitualmente consideramos como factores de crecimiento económico, dando mayor importancia en adelante a la fuente de riqueza que son la educación, la cultura, la salud y el deporte.
Podemos volver atrás en nuestra relación con los mayores, con los niños y, en fin, con todos aquellos otros que creemos que no son como nosotros.
Podemos avanzar a contracorriente en materia de transporte, de modos de alimentación y de vivienda.
Podemos mejorar la gestión de nuestros ríos y campos, en el cruce con la ciudad, combinando los usos urbanos y agrarios con la preservación del ecosistema.
Podemos volver atrás y mejorar la calidad del aire en nuestras ciudades y la calidad del agua en nuestros ríos y en nuestras costas.
No deberíamos tener miedo a volver atrás cuando ese gesto puede significar, de hecho, navegar hacia delante. El salmón que remonta el río en vez de dejarse arrastrar por la corriente hasta el mar, ¿avanza o retrocede?

Juan Manuel López Muñoz

viernes, 10 de mayo de 2019

EL SOMBRERO DE ALA ANCHA




Mientras en nuestra ciudad se debate sobre quién es más jerezano que una berza y se defiende el ensimismamiento local, algunos nos preguntamos si no habría otra forma de entender el mapa, otro ángulo de observación de nuestra ciudad, otra vista que colocase Jerez en una continuidad geopolítica y cultural con el resto de Europa y con el mundo en la otra orilla del Mediterráneo y del Atlántico, en vez de situarla en un espacio de adelantamiento, de excepcionalidad o de exclusividad. Pensar en la frontera de Jerez es limitar su grandeza.
En la batalla por la alcaldía en la que se hallan actualmente enzarzados nuestros políticos, alguien debería de ser capaz de explicar honestamente a los conciudadanos que la realidad de Jerez no es la de la berza, ni la de la feria, ni la de la semana santa, sino la de una relación de poder entre un reducido número de grupos influyentes.
A muchos jerezanos y jerezanas lo que nos interesa no es lo que somos ni lo que tenemos, sino lo que aún podemos ser y tener. No nos interesa saber qué catastrófico sería que nos gobernase el partido político equivocado, sino saber qué capacidad de decisión tienen objetivamente los partidos para hacer lo que dicen que pretenden hacer.
En vez de pelear por colocarse el sombrero de mando, señores y señoras de la política municipal, por una vez piensen en quitárselo en señal de respeto a sus potenciales votantes y digan abiertamente qué tamaño imaginan que puede tener nuestra ciudad.

Juan Manuel López Muñoz

domingo, 5 de mayo de 2019

LA NUBE




¿En qué momento la nube pasó de ser un espacio para la imaginación a un medio para monitorizar el planeta al detalle? Antes de la era digital, caminábamos distraídos, concentrados en nuestros sueños o pesadillas, y eso era estar en las nubes. 
La capacidad de estar en las nubes era una facultad divina y misteriosa (como diría Baudelaire) exclusiva de ciertas personas naturalmente inclinadas hacia la fantasía. Soñar despiertos era la forma en que hombres y mujeres excepcionales comunicaban con el mundo de lo claroscuro. 
Ahora esas nubes conforman una sola nube, blanca y brillante, gigantesca y colectiva, a la que entregamos diariamente cada paso, cada pensamiento, cada palabra y cada emoción. Ahora, la nube es un sistema de vigilancia panóptico (Foucault), tan difuso, múltiple y ubicuo como siempre han sido las nubes. 
Al contrario que en los viejos sistemas de vigilancia (las escuelas, los cuarteles, las prisiones), en la nube no hay verjas ni muros; no hay reglas ni castigos, ni inspectores, ni maestros ni verdugos. Un solo vigilante basta en este dispositivo basado en las coerciones sutiles que ejercen, sobre cada uno de nosotros, nuestros propios datos. 
La información que subimos a la nube, sin querer queriendo, acerca de nuestras costumbres y nuestras acciones cotidianas es, precisamente, lo que nos controla.
Juan Manuel López Muñoz

sábado, 27 de abril de 2019

BLANCO DE TIRO




Sabemos cuánto cuenta la imagen en la tecno-sociedad actual, y más aúnen periodo electoral. Pero lo que no sabemos todavía es ver objetivamente las imágenes. Como dijo John Berger, lo que vemos y lo que miramos casi nunca se corresponde. Dicho de otro modo, vemos lo que creemos (o queremos) ver. Vemos cada tarde el sol descender y ocultarse tras la línea del horizonte a pesar de que sabemos que el sol no se mueve, sino la Tierra y nosotros con ella.
Miramos el rostro de un político en un cartel electoral y vemos lo que esa persona es capaz de hacer por nosotros o para nosotros en el presente,
sin recordar su historial de acciones y de omisiones y sin recapacitar en lo que él conseguirá de nosotros a cambio.
Leemos, en los carteles que ahora inundan nuestra ciudad, frases como“Vamos”, sin preguntarnos quiénes van, creyendo ingenuamente que nosotros estamos incluidos en esa primera persona del plural de un verbo que en realidad no es un verbo, sino la imagen de un verbo.
Tampoco nos preguntamos, cuando vemos en aquel otro cartel el eslogan “Valor seguro”, qué significan realmente esas palabras reconfortantes. ¿Se está hablando en términos de ética o de economía? Creemos, ingenuamente, entender el significado de la palabra “seguro”, y pensamos, aunque en ninguna parte está especificado, que sea lo que sea ese “valor” será seguro para nosotros como observadores y no para el señor que aparece en la imagen.
La imagen de un cazador aguerrido con su escopeta en ristre nos hace posicionarnos del lado del hombre, sin darnos cuenta de que, como observadores, estamos tan desarmados como el animal. No vemos que nosotros mismos podemos ser el blanco de tiro.

Juan Manuel López Muñoz

martes, 16 de abril de 2019

NOTRE DAME



El incendio que destruyó ayer gran parte de la catedral de Notre Dame de París nos recuerda la fugacidad de las cosas, incluso de aquellas que creemos más estables. A poco que nos descuidemos se destruye nuestra memoria igual que se desvanecen los ideales, con un último suspiro, para bien y para mal.
Aprovecho para traer aquí una balada del poeta François Villon, nacido en París en torno a 1431, contemporáneo de nuestro Jorge Manrique. Lo que sigue es una traducción mía, un poco retocada para darle un estilo más actual. Se la dedico al gallo que observaba la vanidad humana desde su atalaya en la punta de la aguja hoy desaparecida. Ese gallo contenía al parecer tres reliquias, una espina de la corona de cristo y dos fragmentos de los restos de San Dionisio y de Santa Genoveva, a modo de pararrayos espiritual.
La ballada decía así:
Incluso el papa, con su santa estola, muere como aquel siervo, exhalando un último suspiro. El viento se lo llevó.
También al Emperador de Constantinopla, con su pulsera de oro, y a aquellos reyes y gente noble que, para honrar la grandeza divina hicieron construir catedrales, iglesias y conventos, por muy honrados que fueron en sus días, el viento se los llevó. A los ricos señores, a sus hijos mayores y a sus amigos, por mucho y muy bien que llenaron sus bocas, el viento se los llevó. Los príncipes están destinados a la muerte, igual que todos los que un día vivieron; les gustase o no, el viento se los llevó.

Juan Manuel López Muñoz

domingo, 7 de abril de 2019

VIENTO DE LEVANTE


EL ESPECULADOR




Esta ilustración de Miguel Parra muestra una escena de la vida cotidiana de un especulador, con todos los atributos de esa clase social minoritaria que acumula formas de poder y que exhibe sin complejos su inmoralidad. 
En la imagen vemos que, sobre una nariz larga de mentiroso compulsivo, el especulador tiene distintos rostros preconstruidos, cada uno especializado en la consecución de un determinado fin. Es una figura solitaria conectada a través su smartphone de última generación con otras figuras solitarias con las que comparte hábitos semejantes, tales como beber café para mantenerse permanentemente vigilantes desde su atalaya.
El gesto de sus manos muestra la ambigüedad de una actividad profesional basada en el conflicto entre la avaricia y el ahorro. 
El especulador no cree que su actividad esté destinada a satisfacer intereses deshonestos o egoístas, sino que, al contrario, gracias a los riesgos que él asume, la máquina capitalista continúa generando riqueza, evitando la recesión y las consiguientes miserias. Él sabe que hay especuladores tramposos, pero tiene la convicción de que son casos aislados. Digan lo que digan la gente ignorante y los medios manipuladores, la economía mundial no es un casino; su trabajo se basa en acuerdos transparentes obtenidos tras diálogos y negociaciones con los restantes actores del mercado, en un clima de confianza mutua.
De hecho, el especulador cree que presta un servicio muy valioso a toda la economía, sobre todo en tiempos de crisis económica como los actuales, cuando hay más vendedores que compradores. Él no piensa que su actividad pueda poner en peligro un país o incluso el mundo entero.
Por otra parte, el especulador sabe que hay gente pobre, pero se extraña mucho y cree que tal vez sea por pereza, pues piensa que cualquier buena persona que haya podido ahorrar algo de dinero puede ponerlo en el mercado de valores y conseguir que este aumente. Claro que el especulador ignora que ahorrar es un verbo que casi nadie consigue conjugar en primera persona, por mucho que estudie y que lo intente cada día.
Juan Manuel López Muñoz