Si los expertos aún no se han puesto de acuerdo para admitir la existencia de los nativos digitales, desde que M. Prensky acuñara este término en 2001, lo cierto es que hay quienes hablan digital todos los días y pasan la mayor parte de sus vidas en la maraña de Internet. De alguna manera, todos somos conscientes de que nos comportamos de un modo diferente en el ciberespacio y de que la lengua que usamos cuando estamos conectados a la Red es distinta de la que aprendimos de nuestros padres y en la escuela. Esta conciencia de la identidad digital se detecta en las expresiones que usan los internautas para construir sus perfiles el ciberespacio, al hablar de quiénes son y qué hacen cuando comunican por ordenador o por el teléfono móvil.
Basta navegar un poco por Twitter, por ejemplo, para encontrar numerosos ejemplos de individuos y asociaciones que expresan explícitamente su pertenencia a la tribu de los nativos digitales, para quienes las pantallas son un territorio no sólo por el que navegar, sino donde vivir con los cinco sentidos.
Las posturas parecen oscilar entre aquellos que consideran lo digital como un rasgo esencial y los que lo tratan como una competencia adquirida. En el primer caso, ser nativo digital no solo consiste en saber usar las tecnologías de la información y, sobre todo, saber hablar de ellas, sino pasar la mayor parte del tiempo conectado a Internet, hasta el punto de identificarse con la máquina. “La mayor parte del tiempo soy un [ro]bot”, afirma @NativoDigital.
En el segundo caso, ser nativo digital se entiende, en cambio, como una competencia profesional añadida, en cierto modo sinónimo de Techie (apasionado por la tecnología) y de Tech-savvy (conocedor de la tecnología moderna, especialmente de los ordenadores).
Unos y otros, en cualquier caso, tienen destacan el rasgo colectivo de la identidad digital, que afecta incluso al propio concepto de individuo. Así, un nativo digital se reconoce no solo como parte de una colectividad, sino como alguien que puede llegar a ser, él mismo, cientos de seres en el ciberespacio. Además, la propiedad de lo digital se extiende a todas las facetas de lo humano, de ahí que hoy se pueda hablar de sociedad digital, ciudad digital, cultura digital e incluso de cafés digitales.
Lo digital parece abarcar, según esto, toda aquella actividad humana que se desarrolla en el ciberespacio. Para entender bien este fenómeno, es preciso tener en cuenta que la interacción con la máquina es compleja, pues la máquina no es solo un objeto mediador que posibilita la búsqueda de información y la comunicación a distancia entre individuos, sino que es también fuente de nuevos reales (la realidad virtual y el ciberespacio). Además, la máquina puede funcionar como interlocutora (Siri, Cortana, Alexa), colaborando en la realización de tareas solicitadas por el hablante digital.
En definitiva, comunicar a través de internet implica “utilizar” las máquinas más que simplemente usarlas. En efecto, la familiaridad actual con las máquinas no es sinónimo de apropiación real de las competencias digitales. Y así hay, por un lado, digitales expertos y, por otro, usuarios que navegan por la Red frecuentemente, pero en un espectro muy limitado y con un grado de autonomía relativa debido a su escasa cultura digital.
Dicho de otro modo, la identidad digital implica no solo vivir e interactuar en un entorno tecnologizado sino también poseer una cultura digital y una formación adecuada en comunicación digital, las cuales dependen principalmente de factores socioculturales y económicos. Pero ¿acaso todos los hablantes de cualquier lengua, por el simple hecho de ser nativos en esa lengua, conocen y saben aprovechar las potencialidades de su lengua al mismo nivel? En realidad, en cualquier lengua que consideremos, la cuestión identitaria implica más un sentimiento de pertenencia a un grupo, en el plano social y afectivo, que la posesión de un nivel de maestría, que se adquiere a través de la experiencia y del estudio.
Con la generalización de Internet y a medida que ha evolucionado el concepto mismo de información, la comunicación digital ha demostrado su capacidad para transformar las prácticas lingüísticas y construir una nueva red de relaciones entre códigos, nuevas significaciones sociales, nuevas metáforas y nuevos mitos (Musso, 2008), hasta el punto, en fin, de dar lugar a lo que hoy conocemos como una cultura “característica de Internet”, con su propio patrimonio, y sus “posibilidades inéditas de experimentación de la identidad”, tal como reconoce la Unesco en su informe mundial Hacia una cultura del conocimiento de 2005.
Esta cibercultura ya no es una mera masa de información, sino una amalgama de conocimientos adquiridos, de tecnoimaginario (Balandier, 1985) y de una memoria que se fabrica día a día con los discursos producidos y encontrados en la red, a lo que se añade un saber hacer informático, mediático, personal, relacional y profesional.
La cibercultura configura nuestro estilo de vida contemporáneo, nuestras organizaciones personales, familiares o profesionales, dentro y fuera de la red, en un gran proceso de “conversión digital” (Doueihi, 2008), determinando nuestra relación con nosotros mismos, con el tiempo, con el territorio y con la sociedad.
Según esto, lejos de servir simplemente para el almacenamiento e intercambio de datos, la comunicación digital tiene ante todo una función social, cultural e incluso civilizacional, sirviendo a la construcción de un nuevo humanismo digital (Doueihi, 2011).
Por otra parte, cabe también esperar en este concepto de cibercultura la existencia de una multiculturalidad, ligada a una diversidad de comunidades o tribus digitales: piratas, ciberpunks, anonymous, geeks, nerds, etc., cada una con sus propios sistemas de signos y de relaciones, con sus propios ritos de interacción, de admisión y de expulsión, con sus propios relatos, leyendas y mitos, así como cabe esperar la posibilidad de relaciones interculturales entre distintas culturas digitales y de estas con otras culturas anteriores y contemporáneas.
Y así, en tal estado de cosas, la conciencia de la identidad digital no parece tener ya nada que ver con el uso de un sistema lingüístico y cultural concreto, sino con la totalidad de los discursos posibles en el entorno del ciberespacio.
La conciencia digital existe desde que admitimos la existencia de la (inter-)acción digital, y se consolida cada vez que el hablante digital mira retrospectivamente a su producción digital, comprendiendo su participación en una nueva Historia siempre en construcción en el ciberespacio, con un pasado reciente y con un horizonte lejano.
Y por lo que respecta a la lengua digital, pese a sus prácticas más o menos diferenciadas, no hay duda de que esta comparte con las lenguas predigitales, además de sus códigos normalizados, el hecho de otorgar al hablante un espacio y un tiempo, y comporta, como ellas, un poder, un saber, una memoria, lazos sociales y prosperidad económica (Scardigli, 1992), de ahí la importancia de la enseñanza y el aprendizaje digital.
Sabemos que la enseñanza/aprendizaje de lo digital está ligada a políticas públicas de educación que, a su vez, están determinadas por las representaciones de la tecnología en la sociedad. Hasta el momento, esta educación se ha centrado principalmente en el aspecto utilitarista de la máquina, como recurso o complemento para la docencia, con objetivos profesionalizantes, pero no propiamente en su dimensión identitaria, social y cultural. Parte de este problema está en la forma en que se ha asignado la inversión: la mayor parte de las financiaciones ha sido en infraestructura y en hardware, significativamente menos en la formación de profesores, persiguiendo unos objetivos a la vez consumistas y de conocimiento más que unos propósitos sociales.
Personalmente pienso que la educación digital debería, en adelante, estar destinada no tanto a enseñar a “usar” la máquina como a mejorar la utilización de esta, es decir, a enseñar la lengua digital y los comportamientos lingüísticos digitales con vistas a mejorar las competencias comunicativas de los internautas. Esto permitiría, a mi entender, a la vez reducir la brecha digital, entendida ésta como desigualdad en el uso de las potencialidades ofrecidas por las máquinas y en el acceso a la información (según las personas, las comunidades o los países) y mejorar la eficiencia de la construcción de las relaciones sociales en el ciberespacio.
Juan Manuel López Muñoz
Juan Manuel López Muñoz
[Este texto es una versión abreviada de mi artículo “Identidad y lengua en el ciberespacio: ¿existe una conciencia lingüística digital?” publicado en la revista Gragoatá v. 24, nº 48, 2019 de la Universidad Federal de Río de Janeiro]
Referencias bibliográficas
Balandier, Georges : Poder y modernidad: el desvío antropológico (Júcar, 1998, trad. del original Le Détour: Pouvoir et modernité. Fayard, 1985)
Doueihi, Milad : La gran conversión digital (Fondo de Cultura Económica, 2010; trad. del original La grande conversion numérique. Seuil, 2008).
Doueihi, Milad : Pour un humanisme numérique (Seuil, 2011).
Musso, Pierre : “La révolution numérique: techniques et mythologies”. La Pensée, n. 355, pp.103-120, 2008.
Scardigli, Victor : Les sens de la technique (PUF, 1992)
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